Ioannes Sdrech | La historia de España es peculiar y ha sido constante la escasez de avenencia respecto a su origen como «nación». Ese sentimiento patrio se ha buscado incansablemente en textos históricos. Podemos descartar el dominio romano, ya que los territorios ocupados eran simples provincias. Más adelante, ingresarían a la península tribus bárbaras: suevos, vándalos y alanos. La población hispanorromana, indefensa, solicitaría auxilio al Imperio, mientras que la ayuda llegaría de mano de los visigodos. Estos visigodos (godos del oeste) resolverían la crisis, aunque terminarían asentándose en territorio ibérico. Lamentablemente, la influencia y herencia visigoda en España ha sido ultrajada innumerables ocasiones. La realidad es que, tras dejar atrás el arrianismo y convertirse al catolicismo, estos germanos obtuvieron éxito al crear un sentimiento de unión, pues, al fin, la cultura visigoda lograría fusionarse con la hispanorromana. Surgiría esa necesaria unidad religiosa, además de una jurídica, obteniéndose esa anhelada identidad nacional.
El reino visigodo poseía una notable debilidad, la monarquía era electiva y no hereditaria. Esa flaqueza traería como consecuencia el constante enfrentamiento entre facciones de la nobleza goda, lo que generaría fragilidad en el poder central. Después de todo, el desmedido cambio de reyes, y muchos otros factores, facilitaron el ingreso por el sur de la península a los musulmanes. Estos agarenos, compuestos ante todo por beréberes (tribus del norte de Africa) recién convertidos al credo, lograron consolidarse en España gracias a las divisiones y el endeble poder central antes mencionados. Pero los musulmanes asentados en territorio español jamás manifestarían un sentimiento nacional, sino que se consideraban representantes del islam en un territorio lejano, carácter que nos les venía mal al brindarles cierto grado de independencia. El dominio musulmán no llegaría a todos los rincones de Iberia e incluso se generaría una interesante resistencia en las zonas montañosas del norte.
Estos remotos asentamientos contarían con sus caudillos, destacando Don Pelayo. Este hombre contaba con un fuerte sentimiento patrio que era la columna vertebral del movimiento que encabezaba. Se trataba de esa identidad nacional que había germinado en el Reino visigodo, inclusive debemos subrayar que es bastante probable que Don Pelayo fuese un noble visigodo, llegándose a indicar que era pariente del último rey, Roderico. Hacia el 722, Don Pelayo y otros cristianos derrotaron a un superior ejército musulmán en lo que se conoce como batalla de Covadonga. Este episodio, insignificante para los mahometanos, fue utilizado como propaganda por los reinos cristianos posteriores durante su avance, en el fenómeno que muchos han denominado Reconquista. Lo más probable es que dicha contienda, de tintes míticos, se tratase tan solo de una sencilla escaramuza donde una resistencia cristiana frenó el avance del invasor. Y con toda seguridad, lo musulmanes habrían considerado que no merecía la pena proseguir rumbo a ese inhóspito territorio norteño.
Se ha determinado con persistencia que la unión de los Reyes Católicos y la expulsión de los últimos ismaelitas de territorio hispano habría originado ese sentimiento patrio. Aunque muchos otros han establecido que tal sensación nació cuando se fundieron ambas coronas en la persona de Carlos I, nieto de estos reyes. Incluso, para cierto sector, el sentimiento nacional afloraría con el primer Borbón, Felipe de Anjou (Felipe V de España). En román paladino, sin duda, me quedo con el Reino visigodo como lugar y momento donde brota ese extraviado sentimiento patrio: España como nación. Y no está de más echar un vistazo a lo que nos ha legado el gran Isidoro de Sevilla (erudito hispano que vivió entre los siglos VI y VII en la España visigoda):
Eres, oh España, la más hermosa de todas las tierras que se extienden del Occidente a la India; tierra bendita y siempre feliz en tus príncipes, madre de muchos pueblos. Eres con pleno derecho la reina de todas las provincias, pues de ti reciben luz el Oriente y el Occidente. Tú, honra y prez de todo el Orbe; tú, la porción más ilustre del globo. En tu suelo campea alegre y florece exuberancia la fecundidad gloriosa del pueblo godo.
La pródiga naturaleza te ha dotado de toda clase de frutos. Eres rica en vacas, llena de fuerza, alegre en mieses. Te vistes con espigas, recibes sombra de olivos, te ciñes con vides. Eres florida en tus campos, frondosa en tus montes, llena de pesca en tus playas. No hay en el mundo región mejor situada que tú; ni te tuesta de ardor el sol estivo, ni llega a aterirte el rigor del invierno, sino que, circundada por ambiente templado, eres con blandos céfiros regalada. Cuanto hay, pues, de fecundo en los campos, de precioso en los metales, de hermoso y útil en los animales, lo produces tú. Tus ríos no van en zaga a los más famosos del orbe habitado.
Ni Alfeo iguala tus caballos, ni Clitumno tus boyadas; aunque el sagrado Alfeo, coronado de olímpicas palmas, dirija por los espacios sus veloces cuadrigas, y aunque Clitumno inmolara antiguamente en víctima capitolina, ingentes becerros. No ambicionas los espesos bosques de Etruria, ni admiras los plantíos de palmas de Holorco, ni envidias los carros alados, confiada en tus corceles. Eres fecunda por tus ríos; y graciosamente amarilla por tus torrentes auríferos, fuente de hermosa raza caballar. Tus vellones purpúreos dejan ruborizados a los de Tiro. En el interior de tus montes fulgura la piedra brillante, de jaspe y mármol, émula de los vivos colores del sol vecino.
Eres, pues, Oh, España, rica de hombres y de piedras preciosas y púrpura, abundante en gobernadores y hombres de Estado; tan opulenta en la educación de los príncipes, como bienhadada en producirlos. Con razón puso en ti los ojos Roma, la cabeza del orbe; y aunque el valor romano vencedor, se desposó contigo, al fin el floreciente pueblo de los godos, después de haberte alcanzado, te arrebató y te armó, y goza de ti lleno de felicidad entre las regias ínfulas y en medio de abundantes riquezas.
Isidoro de Sevilla.
(Prólogo Historia Gothorum).
Imagen: Isidoro de Sevilla por Bartolomé Esteban Murillo (1655, óleo sobre lienzo).