
Ioannes Sdrech | Entre los siglos X y XI vivieron tres princesas romanas de la dinastía macedónica, tres hermanas quienes dentro de su linaje acusaban el distintivo porphyrogenitus. Este emblema determinaba que se había nacido dentro del púrpura imperial y legitimaba a las soberanas como herederas de la casa real. El término procede del emperador Constantino, fundador de la Nueva Roma. El monarca ordenó construir una casa a la que nombró Porphyra con la idea de que toda su descendencia naciera en dicho lugar y en consecuencia se les proporcionara el denominativo porphyrogenitus.
La mayor de las hermanas entregó su vida a la religión, por lo cual quedaban en escena Zoe y Theodora quienes se tenían nulo aprecio. En 1028 murió el basileus y padre de ambas, Zoe se deshizo de su hermana con rapidez, haciéndola encerrar en un convento y casándose enseguida con un senador y aristócrata sexagenario llamado Romanos Argyros.
La convivencia entre los esposos no fue sencilla. Al haber nacido y crecido con los más altos privilegios, Zoe estaba acostumbrada a toda clase de lujos y que todos sus caprichos le fueran consentidos, causándole gran conmoción que su marido le impidiera el acceso a los fondos del tesoro imperial. En una ocasión un eunuco de siniestra reputación de nombre Juan Orphanotrophus, presentó ante el emperador y su desdichada esposa a su hermano menor Miguel, Zoe quedaría cautivada.
La emperatriz hizo lo necesario para estar cerca de aquel adolescente al que sacaba cuarenta años. Curiosamente Miguel obtuvo trabajo en palacio y a partir de entonces la monarca no dejó pasar oportunidad. En la penumbra de uno de los salones, teniendo frente a ella a Miguel, Zoe reclamaba al destino su derecho de vivir y de amar. Medio siglo de existencia había pasado cual ráfaga y deseaba rejuvenecer al lado de ese tímido joven.
Repentinamente él se abalanzó delicadamente sobre ella, comenzó a tocar sus manos, usó sus labios para rozar su cuello con ternura e inmediatamente comenzaron a besarse apasionadamente, ella se aferró a él como si el mundo fuera a extinguirse y podía sentir que lo amaba verdaderamente. Para Miguel las emociones eran otras, él no sentía deseo o amor, y su mente maquinaba la gloria que el poder traería a su vida, mientras ella le susurraba al oído que era el regocijo de sus ojos, el consuelo para su alma, su ídolo y la flor de la belleza.*
La relación entre la emperatriz y el joven había salido de su cauce e inundaba todos los rincones del palacio. Pulcheria, hermana de Romanos Argyros, personalmente le notificó en más de una ocasión sobre la conducta impropia de su esposa y de una posible conspiración contra su vida, pero el basileus permanecía impasible ante cualquier advertencia que pudiera hacérsele. El monarca de vez en cuando exigía explicaciones a Miguel, quien siempre negaba las acusaciones.
El viejo emperador no se permitía ir más allá, sentía una profunda pena por la enfermedad del joven. Miguel padecía epilepsia, el historiador del siglo XI Miguel Psellos la describe de la siguiente manera: Desde su niñez el joven hombre se vio afectado por una terrible enfermedad. Este mal llegó a presentarse como una alteración periódica del cerebro. Sin síntomas que lo advirtiesen comenzaba a sentir confusión, se ponían sus ojos en blanco, se tiraba al suelo, se golpeaba la cabeza y sufría de prolongados ataques convulsivos.
El 12 de abril de 1034 Romanos nadaba tranquilamente en su piscina, reflexionaba respecto a lo improbable que sería que alguien que padecía tal desgracia pudiera ser culpable de mantener un amorío con la emperatriz, para él todo aquello eran simples calumnias. El emperador sonrió, con sus ancianos pulmones tomó todo el aire que pudo y se sumergió para bucear algunos segundos. Aun sumergido y pretendiendo llegar a la orilla de la piscina alcanzó a observar numerosas sombras que le esperaban e instantes después pudo sentir el descomunal peso de sus manos sobre su cabeza, lo cual le impedía retornar a la superficie. En la mente del basileus había confusión: ¿quién?, ¿cómo?, mientras iba perdiendo el conocimiento. Semiinconsciente fue sacado del cristalino estanque y colocado en un sillón. Increíblemente Romanos parecía haber recuperado el conocimiento, observó de un lado hacia otro, resolló unas cuantas veces y repentinamente murió. Se dice que amigos del epiléptico e indefenso Miguel, con autorización de la emperatriz Zoe, fueron los autores materiales del regicidio.

El astuto y perverso eunuco Juan, firme a no abandonar el poder, actuó de manera ágil y estableció en el trono del imperio a otro Miguel, sobrino suyo y del extinto emperador. Miguel Calafates había sido adoptado por Zoe, cuestión que le otorgaba el prestigio y legitimidad necesaria. El nuevo monarca deseaba tanto el poder para sí mismo que tomo la decisión de exiliar a su tío Juan y a su madre adoptiva, Zoe Porphyrogenitus. Deshacerse de la emperatriz nacida en el púrpura imperial trajo consecuencias que no se hicieron esperar. Tras una revuelta, aristocracia, iglesia y pueblo rescataron del ostracismo a la desdichada Theodora y vertiginosamente depusieron a Miguel Calafates, quien tras un efímero mandato de cuatro meses fue cegado y retirado a un convento por órdenes de la recién liberada.
Tomándose en cuenta los recientes acontecimientos se llegó a una alternativa lógica, unir a las hermanas Theodora y Zoe como emperatrices únicas. Esta determinación tuvo poco éxito y no pudo sostenerse por demasiado tiempo, el poco aprecio que se profesaban las hermanas y su ineficacia como gobernantes llevó a los romanos a colocar a un nuevo basileus para tomar las riendas del imperio. Theodora descartó la idea de contraer matrimonio, por lo tanto fue Zoe, quien con sesenta y cuatro años osó casarse por tercera ocasión, y en junio de 1042 se unió a un importante senador llamado Constantino Monomachos.
De los tres esposos de la emperatriz, Constantino Monomachos fue el más pobre estadista. Durante su mandato el imperio romano se encontró repleto de desastres militares, aunque le distinguió su labor de mecenas, impulsando las artes y las ciencias.
En 1050 fallecía a los setenta y dos años la apasionada, vulnerable y oscura emperatriz romana Zoe Porphyrogenitus, regalando a la historia la gran aventura de sus tres esposos, Romanos, Miguel y Constantino, este último sobreviviéndola por cinco años.
* Miguel Psellos, Fourteen Byzantine rulers.
Fuentes:
PSELLOS, Miguel. Fourteen Byzantine rulers. Penguin classics
NORWICH, John Julius. A short history of Byzantium. Knopf
OSTROGORSKY, George. History of the byzantine state. Rutgers
The complete works of Liutprand of Cremona. CUA Press Revista101.com