Ioannes Sdrech | Su enrevesado periodo como gran duquesa llevó a Yekaterina al aislamiento, etapa rica para su mente y espíritu, puesto que se codeó con grandes pensadores, con los pregoneros de nuestra cultura. Las citas diarias la sacudieron una y otra vez, agudizando su razón, así su pensamiento se transformó, y su autoestima escalaría hasta la cima del Parnaso.
En su posición como heredera consorte al trono ya había entablado una amistad epistolar con Voltaire, que se prolongó tras la ascensión al trono de la joven y hasta la muerte del filósofo. El espíritu de las leyes de Montesquieu sería su libro de cabecera, como lo fue la Ilíada para el vencedor de Gaugamela, tratándose de su breviario, tal y como se lo confiaría a d’Alembert. Con tal ejemplar pretendería guiar al imperio ruso a las luces, pero no todos sus ideales se lograron concretar, actuando en ocasiones contraria a estos. Los motivos eran complejos, requiriendo afianzar su endeble posición en una Rusia inestable, debía de congraciarse con la nobleza, aquella que la había impulsado y elevado a la supremacía. Bajo esas circunstancias se vio obligada a comprometer algunos de sus principios para no ser devorada, sin embargo, embistió con fuerza y causó una revolución en todo lo verdaderamente realizable.
Contagiados por el espíritu de la ilustración y dirigidos por su pequeña madre, los rusos, abrirían sus puertas a la Europa moderna. El mecenazgo sería uno de los instrumentos empleados para legitimar a la gran nación como un pueblo culto, refinado y potente, alejado de aquel barbarismo y atraso con el que se le asociaba.
A partir de 1762, inicio de su reinado, Yekaterina reaccionaría negativamente ante el barroco exuberante de los edificios de Rastrelli, arquitecto de cabecera de Isabel Petrovna. La emperatriz se apoyaría en los arquitectos Rinaldi, Quarenghi, Vallin de la Mothe y Cameron, así como los rusos Felten, Kazakov, Starov y Bazhenov.
Ese mismo año la soberana crearía una comisión con el cometido de realizar edificaciones en San Petersburgo y Moscú. En mayo de 1763 el pueblo de Tver fue destruido por el fuego y la asamblea se encargó de su reconstrucción. Aprovechando el impulso se edificarían nuevas ciudades que contarían con sus respectivos edificios públicos, como casa de gobernador, tribunales de justicia, escuelas, hospitales, orfanatos y más.
Estimulada por el ambiente que se respiraba, la autócrata importó científicos, eruditos, médicos, dentistas, ingenieros, arquitectos y obras de arte, fundando el Hermitage como espacio para albergar sus colecciones. Brindó especial valor al conocimiento, ciencias y humanidades, sin dejar atrás a las artes, aventurándose en el mercado europeo. En 1764 adquirió un lote de 225 pinturas provenientes del tratante Johann Gotzkowsky, destinado inicialmente a Federico de Prusia, quien no logró solventarlo, esto debido a la crisis por la que atravesaba su nación tras la guerra de los siete años. El conjunto contaba con grandes obras, como “Retrato de hombre con guante” de Frans Hals, comenzando así la historia de una de las colecciones más grandes jamás vistas.
Los grandes pensadores
En Francia, Diderot se encontraba financieramente comprometido y a un paso de deshacerse de su preciada biblioteca. En 1765, y gracias a las acciones del embajador en París, príncipe Golitsyn, la noticia llegó a oídos de la emperatriz, quien decidió pagar por el invaluable tesoro, instruyendo además que Diderot conservase los libros en la capital francesa, como su guardián, fijándole un salario anual, del que le abonó cincuenta años por adelantado. Esto fue un suceso extraordinario para los humanistas y enciclopedistas, quienes verían a la monarca rusa como su gran protectora.
La zarina mantuvo correspondencia constante con Voltaire, d’Alembert y Grimm, así como con Zimmerman y Diderot, a estos últimos los comisionó para que adquiriesen en su nombre toda clase de objetos, tales como estatuas, medallas y muebles, además de obras literarias y pinturas. Mientras que ella, la soberana, engullía obras sobre historia del arte, coleccionaba dibujos de arquitectura y aprendía todo lo necesario respecto al mercado de arte europeo. Aquella glotona de arte se iría refinando y maduraría en una espléndida mecenas.
Las labores de mediación de Diderot habían sido satisfactorias para la joven monarca, así como siempre lo fue la comunicación que mantuvieron a lo largo de los años. El filósofo pisó por vez primera territorio ruso en octubre de 1773, habiendo llevado dos pinturas para engrandecer, aún más, la colección de su benefactora. En el studiolo de la zarina todas las semanas se presentaron discusiones, entre otros asuntos sobre proyectos reformistas que el erudito hacía ver magníficos en papel, pero no factibles para la realidad rusa. Yekaterina quedaría desencantada con las concepciones del prestigioso pensador, alejadas de toda realidad. Advertía la diferencia entre lo laxo de la teoría y lo severo de ejercer, con las enormes responsabilidades que ello implicaba. Diderot abandonaría Rusia en marzo de 1774, en lo que se presume como una amarga experiencia para ambas partes.
En definitiva, su avenencia fue mejor con Friedrich Melchior Grimm, quien visitó San Petersburgo en septiembre de 1773, siendo igualmente recibido en privado por la zarina, manteniendo conversaciones que se prolongarían a través de los años y desde la distancia, existiendo como último rastro de correspondencia una carta que Yekaterina redactó en 1796, un mes antes de su muerte. Grimm abandonaría el gran imperio en abril de 1774, regresando en 1776. Tras su segunda visita, el avezado individuo volvería a Francia como agente oficial de la emperatriz, encargándose de asuntos intelectuales y artísticos para esta. Yekaterina gozaría de una enorme ventaja al contar en París con un hombre que era bienvenido en los salones, quien le proporcionaría contactos culturales y sociales, cuestión que impulsaría a la zarina a construir un importante sistema de alianzas, y esto, junto a la labor panegírica de Grimm, colocaría de manera definitiva al imperio ruso en la contienda continental, equiparándose con las más exquisitas cortes europeas.
Pintura y escultura
La gran defensora de las artes instruiría a sus agentes y embajadores con la finalidad de que permaneciesen alerta ante cualquier oportunidad que se presentase en relación a la venta de lotes y colecciones.
El conde Ivan Betzkoy instruiría al embajador en París, príncipe Dimitri Golitsyn, para que contactase con el escultor Étienne Maurice Falconet, quien con la intercesión de Diderot sería convencido de trasladarse a trabajar a San Petersburgo. Doce años demoraría la elaboración de una estatua ecuestre en honor a Pedro I. El virtuoso creador del imperio era homenajeado por la más destacada de sus sucesoras, una mujer que se autoproclamaría como continuadora de su gran revolución. El Jinete de Bronce de Falconet, digna de los versos de Pushkin, nos mostraba al gran zar como Belerofonte sobre Pegaso, elevándose rumbo al olimpo de los dioses. En este caso jamás derrumbado, Pedro se postraría para la eternidad entre el águila y el pavo real.
En 1767 el príncipe Golitsyn obtendría la “Boda campesina” de David Teniers el joven, en una subasta realizada en el salón Carré del Louvre dedicada al difunto Jean de Julienne, patrono de Watteau. Igualmente se haría de la “Visita del doctor” de Metsu y “Estudio de una cabeza de gato” por Snyders. También obtendría para su señora obras contemporáneas, algunas de estas son la “Muerte del paralítico” (1763) de Greuze y “Naturaleza muerta con atributos de las artes” (1766) de Chardín. Igualmente, se las agenció para rescatar de una colección privada el “Retorno del hijo pródigo” de Rembrandt, pero para muchos uno de los mayores éxitos del embajador en París fue la adquisición de “Tancredo y Herminia” por Poussin.
A inicios de 1768 Golitsyn abandonaría Francia para afincarse en Holanda, donde se desempeñaría como embajador, concentrando sus esfuerzos en los centros artísticos de La Haya, Amsterdam y Bruselas. Mientras que en la capital francesa Diderot permanecería como rastreador de arte. Ese mismo año el nuevo embajador obtendría la colección intacta del conde Cobentzl, diplomático de María Teresa de Austria. El conjunto consistía en seis mil dibujos y 46 pinturas, incluidas tres Van Dyck y cinco Rubens.
Mientras tanto, Denis Diderot habría pujado en la subasta de la colección de Jean-Louis Gaignat, antiguo secretario de Luis XV. El filósofo obtuvo para su bienhechora el “Triunfo de Galatea” de Van Loo, “Descanso en la huida a Egipto” de Murillo y tres retratos de bañistas por Dou. A la vez, Yekaterina Alexeyevna recopiló una impresionante compilación de dibujos, sobresaliendo los de Durero, Hans Holbein el joven, Rubens, Van Dyck, Rembrandt, Poussin, Lorrain y Watteau. Otras tantas creaciones, de algunos de los maestros antes citados, las obtendría al acceder en 1769 a parte de la colección de Heinrich Von Brühl, quien fuera canciller de Sajonia. Destacaban del lote “Retrato de un anciano en rojo” de Rembrandt, “Perseo liberando a Andrómeda” por Rubens y la “Propuesta embarazosa”, realizada por Watteau.
En 1770 Golitsyn y Diderot persuadieron al banquero François Tronchin para que vendiera 95 pinturas de su repertorio a la emperatriz. Tronchin ofrecería más obras a la autócrata con el pasar del tiempo, asimismo se tornaría en su colaborador. El propio banquero, junto al conde Betskoy, el príncipe Golitsyn y Diderot, mediaría para lograr la consecución de la colección Crozat en 1772, la más importante de la zarina. Consistía en 566 pinturas, incluyéndose obras de Rafael, Reni, Poussin, Van Dyck, Rembrandt, Teniers, Veronese, Tiziano, Clouet, Watteau y Murillo, fijándose en territorio ruso las escuelas francesa, holandesa y flamenca, así como los manchones venecianos y la pincelada andaluza.
Además de todos estos espectaculares lotes, también acogió obras del noble francés Choiseul, del duque de Orleans y la colección Houghton. De igual forma no dudó en cazar a la Diana de Houdon, escultura de bulto redondo que había sido rechazada en el Louvre tras considerarse impúdica. Escultor de corte fue Shubin, realizador de bustos de varios miembros de la nobleza, quien además se convertiría en alumno de Pigalle, gracias a la intercesión de Diderot y del príncipe Golitsyn. Pigalle fue autor de una estatua de Voltaire desnudo, el gran filósofo amigo de la zarina. El creador de Diana, Houdon, también inmortalizaría al erudito poco después. En Roma, Shubin, estudió las estatuas de la antigüedad y con seguridad, se basaría también en los retratos de Eriksen para elaborar un busto de la emperatriz, cuyo estilo evocaba a la Roma clásica.
El artista danés Virgilius Eriksen retrató treinta veces a la monarca durante su estancia de quince años en la capital imperial, modelando su imagen pública, la de una dirigente magnánima, culta e ilustrada. Así como Eriksen, fueron cuantiosos los pintores extranjeros que desarrollaron su talento en Rusia, destacando Rotari, Lampi, Roslin y Vigée Lebrun. La autócrata ilustrada no dejaría de lado a sus hijos más talentosos, patrocinando a los pintores rusos Levitsky, Shibanov y Rokotov, habiendo contado con el honor de retratarla todos ellos.
Elisabeth Vigée Lebrun, retratista francesa que huyó de su patria tras la revolución, se personó en San Petersburgo en 1795, donde ofrecería sus habilidades a la aristocracia y a la familia real. En el año de su arribo inmortalizaría a la gran duquesa Elizabeth Alexeyevna, esposa de Alejandro Pavlovich, nieto de la emperatriz. En la parte superior izquierda de la obra se observa un busto de la monarca, al estilo de Shubin. Después, Vigée Lebrun eternizó a las nietas de la monarca, siendo protagonistas las pequeñas Alexandra y Elena Pavlovna. Tras el fenecimiento de la zarina la retratista permanecería en territorio ruso durante algún tiempo más.
Arquitectura
Pedro I había modernizado Rusia, creando su nueva capital, San Petersburgo. Erigiría el almirantazgo, el Palacio Peterhof y la Catedral de Pedro y Pablo, entre otros monumentos. Yekaterina se consideraba su heredera, y en su fiebre constructora dejaría atrás el barroco y el rococo del que se valió Isabel Petrovna. La soberana abrazó el neoclasicismo, que se había disparado a partir del descubrimiento de los yacimientos de Pompeya y Herculano, gracias al empuje del rey Borbón Carlos III. A través de las construcciones neoclásicas Rusia conseguiría ese aire europeo tan anhelado.
Es tarea imposible trazar una línea divisoria y clasificar los momentos de las distintas influencias artísticas que iban marcando tendencia. Su desarrollo corría de manera gradual, conviviendo unas con otras, prueba de ello es el primer Hermitage, proyectado por el arquitecto galo Jean Baptiste Vallin de la Mothe, combinando un claro aspecto barroco y la recuperación de elementos clásicos, floreciendo así lo que denominamos neoclasicismo.
El tracista italiano Antonio Rinaldi fue reclutado por el aristócrata de origen ucraniano Kirill Razumovsky para trabajar en Kiev y Baturin. Rinaldi escaló a Oranienbaum, lugar donde proyectó un castillo en miniatura al estilo rococo, destinado al gran duque Pedro. Después, para la dacha o casa de campo de Yekaterina, Rinaldi incorporó a su equipo de trabajo a los pintores Giambattista Tiepolo, Stefano Torelli, así como a los hermanos Barozzi. Además de los frescos que estos hombres crearon, llegaron de la Academia de artes de Venecia numerosas pinturas de gran tamaño, con el objetivo de adornar las estancias restantes, ornamentadas con diseños de Rinaldi en escayola y estuco. A este inmueble se le conocería como Palacio Chino, heredero de la chinería que se había esparcido a varios rincones de Europa, aunque de chino tendría poco, pues a excepción del arquitecto británico William Chambers y alguno más, pocos tracistas habían viajado a China. Los motivos se ejecutarían en base a la imaginación y fascinación que causaba ese país, ajustándose poco a la realidad.
Algunas de las obras más destacadas del palacio fueron los murales sobre las musas de Stefano Torelli: Calíope, la musa de la poesía épica; sostenía la Ilíada, la Odisea y la Eneida. Además de “El rapto de Ganímedes” y “Juno y un genio”. Pero el clímax fue plasmado por Giambattista Tiepolo en la salsa de recepciones con “Marte descansando”, la cual fue abrazada por yesería rosa, blanca y gris. En cuanto a la llamada “pequeña estancia china”, se pintó en rojos, azules, verdes y dorado, sobre fina seda china, ejecutándose además un parqué con diseño de dibujos geométricos con celosías y jarrones de flores. En la “gran estancia china” los hermanos Barozzi combinaron marfil con veinte tipos de madera para crear paneles murales, siendo sus motivos paisajes y pájaros salvajes. Igualmente destacó, sobre una chimenea que sustentaba porcelana china y japonesa, el “Matrimonio de Europa y Asia”, haciendo insinuación a la hazaña de Alejandro de Macedonia en su conquista del mundo conocido, identificando tal hecho con el crecimiento y despertar del imperio ruso como una gran potencia, una nación entre continentes. La obra lucía majestuosa al encontrarse rodeada entre palmetas y dragones.
El clasicismo se observaría también en el Palacio Gatchina, ejecutado también por Rinaldi, mientras que el Palacio de Tsarskoye Selo sería remodelado por el escocés Charles Cameron, al estilo neoclásico creado por Robert Adam.
Teatro, música y letras
El arquitecto italiano Giacomo Quarenghi construiría un teatro de estilo palladiano, como el de Vicenza, que había sido edificado para la Academia Olímpica que estudiaba el teatro de la antigüedad. Con esta clase de obras Yekaterina mostraba su magnificencia, como lo hicieran los príncipes renacentistas. La emperatriz impulsó el teatro, tal y como lo había desarrollado Isabel Petrovna. Las representaciones se ofrecían en ruso y en francés, pudiendo acceder a apreciarlas ambos sexos. En las butacas la nobleza se distribuía por rangos, mientras el resto de asistentes se colocaban en la galería superior. Sobresalieron autores como Sumarokov, Lukin, Fonzovin y otros tantos, quienes desarrollaron abundantes obras de interés; tanto de crítica social que hacían énfasis en los vicios de la nobleza, como respecto a la vida de los siervos, generalmente a manera de ópera cómica. La autócrata no se olvidaría de tutelar a los músicos, distinguiéndose Vicente Martín y Soler, Giuseppe Sarti y Giovanni Paisello.
La soberana ilustrada fundaría una escuela para señoritas, hijas de aristócratas, inspirada en la Academia Saint-Cyr de Francia. De esta manera, el convento Smolny se transformaría en el Instituto Smolny. Este proyecto serviría como base para propagar la educación a otros grupos sociales. En noviembre de 1768 Yekaterina fundó una sociedad cuya finalidad era la traducción de libros en lengua extranjera, desde Homero hasta Rousseau. Un mes antes, la monarca enfrentaba valerosamente a la viruela, poniéndose en manos del médico Thomas Dimsdale, quien la inocularía, procediendo enseguida el heredero Pavel Petrovich y un nutrido número de nobles, tratándose de un éxito rotundo que salvaría miles de vidas. En 1783 la emperatriz designaría a la princesa Dashkova como directora de la Academia de ciencias y ese mismo año se encargaría de fundar la Academia rusa de letras, que sería precedida por la misma princesa, de esta suerte entre los años 1789 y 1794 se publicarían los seis volúmenes del primer diccionario ruso.
El humanismo y el mecenazgo en su sentido más auténtico y provechoso germinó con Yekatarina, quien se plantaría como la princesa ilustrada que Rusia requería y que la actualidad europea obligaba. Su labor como favorecedora de creadores y pensadores se acompañó de su quehacer como impulsora de un potente imperio, que con el uso de la fuerza redujo a otros pueblos, incrementando su autoridad en la región y presentándose como una amenaza para el resto de potencias de la época. La herencia de las inquietudes de la zarina es un corazón que late hasta nuestros días, gracias a la arquitectura, escultura y pintura que aún viven, concentrándose esencialmente en San Petersburgo, siendo un lugar obligado a visitar el museo Hermitage, sin olvidar sitios como el Museo Estatal Ruso y la Galería Tretiakov. Revista101.com