Ioannes Sdrech | Tras la desaparición del zar Pedro III de escena, Yekaterina Alekseyevna no prestó atención al consejo de uno de sus más importantes partidarios, quien se convertiría en su mentor político y sería su más destacado asesor por dieciocho años, Nikita Ivanovich Panin. La recomendación consideraba que Yekaterina tomara las riendas del imperio como regente de su hijo, el joven heredero Pablo Petrovich. Esta alternativa sin duda limitaría los más profundos deseos de tan brillante y ambiciosa mujer, pues cuando Pablo alcanzase la mayoría de edad tendría que cederle los derechos absolutos de la corona.
Tras su investidura el Domingo 22 de septiembre de 1762, en la catedral de la Asunción en el Kremlin de Moscú, la nueva y flamante emperatriz amasó el poder para si misma, lo cual le acarreó un sinnúmero de dolores de cabeza, pues para muchos no dejaba de ser una usurpadora borusa.
Durante su etapa como gran duquesa y heredera consorte al trono, Yekaterina, había contado con la sagacidad de hacer de sus enemigos, sus más grandes aliados. Todos aquellos que la despreciaron tras su llegada a Rusia supieron comprender que del joven matrimonio de herederos, Yekaterina era la fuerte, capaz e inteligente.
Personalidades de gran relieve como el canciller del imperio, Aleksey Bestuzhev, y el militar más importante de la nación, Stepan Apraxin, pasaron de detestar a la gran duquesa a venerarla y brindarle su respaldo. Cuando sobrevino el golpe de Estado que apartó a Pedro III del poder los funcionarios antes mencionados habían caído en desgracia, pero muchos otros brindaron su apoyo a la joven, contando con el favor de tres facciones importantes, la de los hermanos Orlov, la de Nikita Panin y la de la princesa Dashkova, además del amparo militar de Cyril Razumovsky y otros. La zarina recíprocamente favoreció a sus aliados, reforzando los privilegios de la nobleza, cuestión que sin duda afianzó su posición. Pero a los pocos años de su gobierno comenzaron esas revueltas y extrañas aventuras que solían darse particularmente en el imperio ruso y compartiremos una pincelada de las mismas.
En 1769 cuatro militares del regimiento Preobrazhensky fueron llevados a juicio por crítica a las políticas del Estado y conspiración. Se formó una corte especial constituida por Nikita Panin, Ivan Elagin, el superintendente de la policía Chicherin y el procurador general Viazemsky. El veredicto para el cuarteto de confabuladores fue la muerte, pero la emperatriz condonó la pena y los forzó al exilio, dos de ellos a Nerchinsk y dos a Kamchatka. Los milicianos expulsados a Kamchatka de nombres Stepanov y Panov se encontraron con un curioso fenómeno en su destino, existía una colonia de exiliados antimperialista y ellos sin dudarlo se afiliaron.
El lugar específico en donde se encontraban los confinados era el fuerte Bolsheretsk, y como miembros destacados de aquella resistencia que se oponía a las políticas de la emperatriz se encontraban Semen Gurev, Pyotr Krushchev y un tal Turchaninov, quien en 1742 fue acusado de conspirar contra la zarina Isabel I. Pero sin duda el más desdichado era Ioasaf Baturin, quien también había sido trasladado a Kamchatka en 1769, pero que había permanecido encarcelado desde veinte años atrás.
El malaventurado destino de Baturin brotó por su mentalidad militar, capaz de brindar su incondicional lealtad a la persona equivocada. En 1749 la emperatriz Isabel I cayó enferma, al grado que se temió por su vida. Los asesores allegados a Isabel no eran simpatizantes del heredero, el gran duque Pedro Fyodorovich, por lo que este frágil personaje temía constantemente que estuviera elaborándose un golpe de Estado mientras la zarina yacía en cama. Isabel Petrovna recuperó la salud, pero Pedro quedó marcado por una paranoia concerniente a una posible revolución en palacio. Poco después, durante una partida de caza, el joven heredero se quedó a solas con el teniente Baturin del regimiento Butirsky; el soldado descendió de su caballo, se arrodilló frente al gran duque y juró que, no reconocería jamás a amo alguno que no fuera Pedro Fyodorovich y que haría lo necesario para servir a su causa. El heredero a la corona rusa, de veintiún años, impactado e incluso aterrado ante tal demostración de lealtad huyó del lugar.
Pedro, quien era inmaduro para su edad, inseguro y débil de carácter no sabía que hacer, por lo que pidió ayuda a su entonces esposa, la gran duquesa Yekaterina Alekseyevna. Lo siguiente que se supo es que Baturin fue arrestado, consignado a la policía secreta, puesto a tortura, declarado culpable de planear asesinar a la emperatriz Isabel, incendiar el palacio y colocar en el trono a Pedro. En algún momento, durante sus seis meses de reinado en 1762, Pedro III se decantó por no liberar a Baturin, pero vetó el veredicto del senado que le condenaba a trabajos forzados y le concedió mejores condiciones de vida. Debido a esto es que el confinado militar siempre se negó a creer en la muerte de su benefactor y en 1768 afirmó a sus custodios que, el estudio que realizaba al observar las estrellas le confirmaba que Pedro Fyodorovich seguía con vida, viajando por otras tierras y que pronto regresaría a Rusia. Sorpresivamente los místicos alegatos de Baturin parecían hacer efecto en muchos de los guardias que le vigilaban. Cuando llegaron a oídos de Yekaterina II los delirios del antiguo soldado de inmediato se le exilió a Kamchatka, lugar en el cual se hizo miembro de aquel gremio de desterrados que se oponía al gobierno de la zarina.
Esa colonia de inconformes despertó cuando conoció a su líder. En 1770 arribó al fuerte Bolsheretsk un mercenario eslovaco perteneciente a la nobleza húngara, el conde Mauricio Augusto Beniowski. El antes referido y su ayudante sueco, Winblod, fueron recluidos por su colaboración con Polonia ante las disputas contra Rusia. De una personalidad magnética, el noble húngaro de inmediato se convirtió en la cabecilla de los exiliados, quienes eran custodiados torpemente por un comandante local, el alcohólico e ineficaz capitán Nilov.
Entre otras estratagemas, para encandilar a sus nuevos seguidores, el convincente conde Beniowski alegó que él y su acompañante sueco habían sido recluidos en la fortificación por su fidelidad al extinto gran duque Pedro, después zar Pedro III. El astuto agitador respaldaba sus afirmaciones mostrando un sobre de terciopelo verde, el cual contenía en su interior una carta escrita por Pablo, el hijo de Pedro e Yekaterina, al emperador del Sacro Imperio Romano, solicitándole la mano de su hija. En la primavera de 1771 Nilov y su guarnición de setenta cosacos fueron atacados por Beniowski y sus adeptos, el inútil capitán fue asesinado y los insurrectos se hicieron con el erario local, así como con armas y municiones, además de obligar a la población a jurar lealtad al emperador Pablo Petrovich. El 30 de abril los prófugos se dirigieron al puerto, se hicieron con un galeón y emprendieron marcha, autodenominándose Sociedad Unida en Nombre de Su Majestad Imperial Pablo Petrovich.
Esta alucinante y falaz empresa hizo llegar al senado una declaración en la que renegaba de la privación ilegal de Pablo al trono. La zarina se enteró de la revuelta y fuga meses después, al tiempo que Beniowski y compañía iban dejando una estela de incidentes internacionales a través de toda la costa asiática. Repelidos del litoral japonés, los amotinados realizaron un desembarco forzoso en Formosa, perdiendo a Panov entre otros. Tras cinco meses de aventuras llegaron a Macao, en donde vendieron el barco, comenzaron a reñir entre sí y a desintegrarse, además Turchaninov y otros catorce murieron por enfermedad en dicho lugar.
Tras las adversidades, el conde eslovaco contrató dos buques para que trasladara a los supervivientes a Francia, lugar que pisaron en otoño de 1772.
Durante el trayecto perdió la vida Baturin, aquel soldado que en 1749 había hecho un juramento de lealtad al tibio Pedro Fyodorovich. Beniowski y algunos otros ingresaron al ejército francés, pero la mayoría solicitó un indulto a la emperatriz Yekaterina Alekseyevna por medio del embajador ruso en París, logrando así regresar a Rusia a vivir como hombres libres en localidades siberianas.
La revuelta del mercenario y noble de origen húngaro jamás implicó peligro alguno para la zarina, quien sintió verdadera zozobra cuando se le notificó de una nueva conspiración en favor de su hijo, Pablo Petrovich. Esta ocasión los maquinadores eran jóvenes suboficiales, pertenecientes al mismo regimiento de los cuatro militares exiliados en 1769, el Preobrazhensky. Cuando el complot quedó al descubierto Yekaterina quedó conmocionada al enterarse, por los informes de los interrogatorios, que los traidores habían contemplado encerrarla en un monasterio y ofrecerle el trono a Pablo, y en caso de que este lo hubiese rechazado entonces le habrían asesinado para después ejecutar a Yekatarina, acusándola de filicidio. Lo que abatió profundamente a la autócrata fue que los responsables de semejante conjura eran jóvenes de alrededor de veinte años, incluidos uno de dieciocho y otro de diecisiete. Se estima que hubo más de treinta conspiradores y la mayoría fueron exiliados de por vida a Nerchinsk.
Pero esto solo era el comienzo, pronto harían presencia los usurpadores e incluso los fantasmas del pasado que reclamarían con furia su legítimo legado a la emperatriz.
Continuará…
Fuentes:
ALEXANDER, John. Catherine the great, life and legend. Oxford
TROYAT, Henri. Catherine the great. Dorset.
COUGHLAN, Robert. Elizabeth and Catherine. Putnam Revista101.com
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